Nuevos valores de la narrativa española

Hoy quiero presentaros un relato corto de Fran Fuentes Antras, escritor aficionado, o más concretamente aficionado a escribir.

“Con la suficiente paciencia

    para esperar toda una vida”

LA VISITANTE

Divisó la habitación de puerta entreabierta al final del pasillo. Comenzó a andar con paso lento e inseguro al tiempo que sus pisadas hacían crujir el viejo suelo de madera y se acercaba poco a poco a su destino.  La luz de una luna llena, que penetraba por los ventanales iluminaba el corredor, mientras despojaba a su corazón de todo escondite, convirtiéndole en víctima de esa luz lunar blanquecina que se aferraba irremediablemente a su piel y le exponía a la vista de la visitante. Un halo de siniestralidad acechaba su tembloroso cuerpo, y su respiración acelerada se apoderaba de cada uno de sus latidos. Envuelto en oscuridad rememoraba lleno de temor sus últimos días y un mal presentimiento le oprimía el pecho, revelándole como una premonición destellante un final que tarde o temprano llegaría. Se obsesionó con la idea de que desde el otro lado del pasillo la inquilina le observaba a través de la puerta entreabierta. Sabía que ella había estado en la casa desde hacía días, escondida, acechándole en cada rincón y llamándole con su canto de sirena. Recordó el primer día que la notó presente. Llegaba a casa después de un largo paseo por los alrededores y fue mientras abría la puerta principal cuando vio sus pisadas grabadas en la tierra húmeda del jardín. Un repentino soplo de aire rozó tímidamente su rostro dejando a su paso aquel irritante aroma que imperaría en la casa durante los días siguientes. Aquellos fueron los primeros indicios de su visita. Aún así no perdió los nervios, se convenció de que simplemente estaba de paso y que para el  anochecer ya se habría marchado. Algo que no ocurrió. Fue esa misma noche cuando oyó su respiración agitada en la cocina e invadido por la desesperación comprendió entonces que su visita se alargaría más de lo previsto. Pudo corroborar sus sospechas cuando a la mañana siguiente se encontró con varios platos hechos añicos en el suelo del comedor, y todas las estanterías abiertas de par en par; aquel escalofriante acto sólo podía ser fruto del pasatiempo preferido de la inquilina: molestar. Fue a partir de ese momento cuando las paredes comenzaron a desconcharse, el agua que salía de los grifos tornó en un color rojizo y las plantas que adornaban su jardín se marchitaron rápidamente, dejando escapar impotentes todas sus hojas inertes, que en ocasionales soplos de aire ascendían al cielo para no volver.  Durante aquellos días comenzaron a llegar a él sonidos lejanos, voces ajenas a su mundo, pero tan presentes en su mente que le hacían sentirse un extraño en su propia casa. A veces se paraba a escucharlas, intentando identificarlas en el caos de presencias que como la más intensa tormenta acechaban su vida, y su temor aumentaba al no poder reconocer ninguna. Andaba inquieto a todas horas, apenas comía, y en ocasiones se sentía preso de su propia ansiedad causada por ese olor tan irritable que se apegaba a su cuerpo. En cuanto a la peculiar inquilina hizo todo lo posible por evitarla. Fingía día y noche no sentirla, no escucharla; la ignoraba con una admirable naturalidad y ponía en ello tanto empeño que cualquiera que hubiera estado allí con él durante aquellos días habría pensado que había acabado creyéndose su propia mentira, convenciéndose a sí mismo de que estaba solo en la casa. Pero lamentablemente no era así. Poco a poco la visitante iba tomándose más libertades, explorando cada rincón, apoderándose de cada uno de los días de su aburrida rutina. Una mañana al despertarse se sorprendió al ver que la cama contigua a la suya estaba sin hacer, con las sábanas alborotadas como si alguien hubiera estado durmiendo allí, y su piel se erizó al percatarse de que la noche anterior había tenido compañía. Le desquiciaba su prepotencia, su falta de respeto, su empeño de hacerse hasta con lo más mínimo sin pedir permiso, como si todo fuera suyo en el universo, como si hasta las vidas ajenas le pertenecieran. Por las noches no conseguía conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada, debido al escalofriante sonido que ella producía sentada en el viejo mecedor del salón. La imaginaba allí, sentada, meciéndose sumida en oscuridad y provocando ese crujido que se repetía una y otra vez durante toda la noche y que atormentaba su alma. Él permanecía inmóvil en su cama, empapado en sudor y temblando de desesperación, y suplicaba a Dios en susurros que ella se marchara. Durante el día fingía no percatarse de su presencia. Caminaba por la casa sonriente, cantando y silbando, escudándose en una falsa alegría mientras realizaba las tareas domésticas. Aquellos días estuvo más activo que nunca con la esperanza de que ella abandonara la casa. Llegó incluso a rozar la locura: se reía a carcajadas por cualquier tontería con el propósito de que la visitante, allí donde estuviera le escuchara, y se sintiera así ignorada, totalmente desplazada. En ocasiones, para su desahogo, pronunciaba sus pensamientos en alto, con un tono de voz quebrantado por una ira resentida que afloraba desde su más recóndito interior. ¡¿Qué se habrá creído?!- decía furioso – ¡acomodándose en mi casa sin ni siquiera pedir permiso, robándome mi más preciada intimidad sin remordimiento alguno! No obstante todos los intentos de librarse de la inquilina resultaron en vano; ella seguía allí, a la espera, como una fiera espera a su presa y con la virtud que siempre la había caracterizado: una infinita paciencia. Parecía que nada pudiera detenerla, y eso hacía disminuir todas sus esperanzas en su particular lucha contra ella. Aún así él no se dejaba dominar. Estaba dispuesto a alejarla de su vida a toda costa, a deshacerse de ella aunque para ello tuviera que pasarse las noches en vela, vigilando cada movimiento de la inquilina, sordo a aquellas tentadoras voces que pretendían persuadirle a cada instante.  Pero aquella noche no había podido evitarla más. Su cuerpo se había rendido a su llamada y allí estaba, acercándose lentamente a la habitación donde sabía que ella se encontraba. Quería retroceder, ¡de veras que quería!, pero el miedo se había apoderado de él, convirtiéndole en un mero peón en el juego irónico de la visitante. Era como si una serie de hilos invisibles se hubieran amarrado a su cuerpo impidiéndole volver hacia atrás. Como si ella hubiera empuñado su corazón y estuviera tirando de él con fuerza, asfixiándolo y privándolo de toda sensación exterior. Ya no había escapatoria. Sintió tanta rabia, se sintió tan impotente que varias lágrimas brotaron de sus ojos y comenzaron a deslizarse  por su mejilla al tiempo que advertía como el ritmo de su respiración se volvía rápido e intenso, rebelándose y escapando de su control…¡su vida escapaba de su control!¿o acaso alguna vez había tenido control sobre su vida?…; en el fondo sabía lo que ella había venido a buscar, lo había sabido desde el primer día en lo más profundo de su ser, ¿pero por qué ahora?¿y por qué a él? Le quedaba tanto por sentir, tanto por descubrir…pero aquella oscuridad intensa le cegaba, destruyendo sin poder evitarlo toda la poca esperanza que quedaba en su interior. A medida que se acercaba a la habitación el pánico penetraba más y más en su persona hasta el punto de provocarle un angustioso dolor en el pecho. Sus temores más primarios comenzaron a aflorar desde sus entrañas y notó aquel omnipresente aroma más intenso que nunca. Comenzó a marearse, sus piernas flaqueaban dificultándole el paso y sus ojos se clavaban en la habitación, como si pudiera verla a través de la puerta. De pronto comenzó a revivir cada lágrima, cada beso, cada momento…recuerdos que le sumieron en un universo de alegría y tristeza, de pensamientos y emociones; un universo que él bien conocía y que había llegado a su fin.

Cuando se hubo encontrado frente a la puerta, la empujó suavemente con sus manos temblorosas y la mirada fija al suelo. En un arranque de valentía alzó la vista y entonces la vio, tal como la había visto en sus peores pesadillas: cubierta entera por una gran túnica negra y con una afilada guadaña en mano. Había llegado su hora.

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